lunes, 1 de marzo de 2010

Crónica del día después...

(Escrito el Sábado 27 de Febrero a las 8 de la noche... escribir ayuda al estrés)

3:34 de la mañana y el zumbido de un temblor me despierta. Nada raro para una ciudad acostumbrada a ello, de no ser porque en los 3 minutos siguientes no paró. Es más: se hizo más intenso. Lo suficientemente intenso como para hacer desaparecer en 3 minutos el baño completo de mi departamento, para mezclar las cosas de mi pieza con las de la cocina, para hacer salir el refrigerador al pasillo y montar una escena – visible en la mañana – digna de un grupo de vándalos celebrando – o desquitándose, da igual.

El baño se arregla, dije, total, estamos bien. Y la larga espera de la noche nos muestra en la mañana el panorama. Debo reconocer que los rancagüinos somos al revés: manejamos mejor sin semáforos. Y ante semejante circunstancia, la conciencia y el pesar generan un respeto sepulcral.

La casa tiene arreglo, dije yo. Y con ese ánimo nos fuimos al Centro por pilas y demases. El desvío dio cuenta de un derrumbe. ¿La zona? Casco histórico de Rancagua. Para quienes no lo conocen, es el mismo lugar histórico del cual me jactaba hace un par de semanas. Con la mirada estupefacta miré rincón por rincón los destrozos que anuncian – hasta el momento – la inminente muerte de un ícono de la ciudad.

Es raro lo que pasa entonces: como si fuera un agonizante familiar al cual la parentela visita en sus últimos estertores (“ahora viene”), los mismos transeúntes que todos los días ignoraban su fachada comenzaban a agruparse, a contemplarle, a fotografiarle. Imaginé cuántos de ellos tendrían una foto con ese fondo y me dio rabia. Miré la Catedral, la Casa del Pilar y las fachadas de las casas de cornisas caídas del Centro, la demolición de la histórica Barbería de calle Portales y me dio pena.

Me di cuenta de que la noción de “casa” es más grande que el inmueble por el cual ahora rezo que esté en pie al final de todo esto. Me morí de pena de pensar que no sería difícil remodelar el fracturado baño, pero sí el ambiente de la casa. Y de la misma manera, comprendí la tristeza que me daba ver pender de un hilo cosas tan irreemplazables. Se trata de mi plaza, mi esquina, mi ciudad, aquella de la cual hablo a todos mis amigos forasteros, a la que aprendí a querer y a reconocer

Y la guinda de la torta vino al ir a buscar a mi amiga Janet (que dicho sea de paso, es tan amante de su Talca como yo de mi Rancagua… considerando que su ciudad está destruida casi por completo, empatizarán) al Hospital de Rancagua. Otro ícono cuyos pisos se encuentran fragmentados, sus ascensores caídos, sus pasillos abandonados entre los escombros y los gritos de fondo que piden más manos para correr a los enfermos.

Considerando que mi madre ha pasado toda su vida trabajando ahí, y que yo solía acompañarle en sus turnos desde pequeña, los pasillos destruidos y abandonados que vi eran los pasillos en los que crecí. Llámenlo ataque de nostalgia, reacción al estrés agudo frente a semejante desastre o simplemente cuatiquería, pero hoy me di cuenta, en otro aspecto, de cuánto siento esta ciudad mi casa, y de cuánto se va a sentir lo que vaya desapareciendo.

Bueno, habrá que creer en su lema no más: “Rancagua renace de sus cenizas porque su patriotismo la inmortalizó”.

Veamos cuantos más reconocen su propia historia en esas postales que, poco a poco, ya comienzan a desaparecer.

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